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lunes, 18 de agosto de 2008

el pez ampolleta

Erase una vez, en una época muy remota, cuando solo los gases poblaban la tierra, los metales se solidificaron y dieron vida al cerro que vigila el valle de Caburgua. Se sabe por los lugareños que conversan en los atardeceres, que esa montaña en su juventud fue un volcán. Al correr los siglos, por falta de la energía que lo alimentaba en sus orígenes, se fue apagando. Los tordos y las liebres vocalizan en los amaneceres que el gran causante de su debilidad fue aquel diluvio, en que la tierra se ahogó por tanta agua caída, se sabe por las cuentas que llevan los árboles, los habitantes más sabios de la amada tierra que no cejó de llover durante 40 días y 40 noches.Persistentemente se escucha el trinar de los loros tricahues, dicen en su particular lenguanje que el cráter recibió tanta agua como una gota que es capaz de sumergir a una hormiga. También se oye comentar por las copas de las majestuosas araucarias, las cuales transmitieron eruditamente a sus descendientes, que fue como el depósito que salvó a ese páramo, fue tanta la proporción del cuerpo que se deslizó llegando hasta el corazón mismo de la tierra, el hierro, el oro, la plata y el cobre se enfriaron, esculpiendo a esa maciza estructura ondeante, dejándola como una mano que clama ser acariciada como la figura de un crisol. Con el correr del tiempo, este hoyo hidrográfico se convirtió en una laguna de aguas eternas de color verde azulado, sacándole todo su brillo a los metales primarios, como una pincelada de colores que hicieron a hurtadillas y jugueteando. Los habitantes de ese sector cordillerano, orgullosos y dichosos se jactan que ese es el lugar más bello de sus alrededores y otros confines conocidos e imaginados. Lejos de la destrucción del devorador más grande que ha existido, humus ocroó opio, éste permitió que allí haya brotado la vida a especies que solamente cohabitan alrededor del paraíso del volcán apagado. El viento diáfano y límpido permite que las ondas lenguajeantes que generan los delfines y de los fabulosos copihues fluyan en libertad entregando las nuevas noticias de sus hermanos de la vida. Un humus croó opios, caminaba distraído en el bosque de los alerces al otro lado de la montaña, y escucha cantar a una loica de pecho muy rojo como el carmesí, describiendo cada detalle y a todo habitante de aquel lugar. Se coloca sus hojotas traga leguas y leguas aventurándose a conocer aquel paraje encantado por la majestuosidad de su belleza, exultante de vegetación y armonía, chispeante de sonidos apaciguadores y bellísimos para quien tenga la suerte de situarse allí.
Viaja sorteando alegre y con bríos ríos y valles. Su interés era percibir una especie nunca antes vista por los ojos de los humus croó opios “el pez ampolleta”.
Ese mito de aquel lugar proporciona un relato de orlas mágicas, explican, aquél que vea saltar fuera del agua encantada de la laguna verde azulada a un pez ampolleta, en el instante en que los rayos de la una cabriolean al ritmo de sus rompientes y, recitan: si la mirada profunda de ojos tapatíos, es hábil de resistir sin extraviar la vista, se convertirá en un príncipe de la estela del mar. Y… si alguien es capaz y osado de retener desde las agallas de oro al pez, observará la metamorfosis del cómo se muda en una princesa encantada. El mito referido por los alerces, los pidenes, y los ancianos humus de la tribu, susurran en lo interno de la cueva, el paso del tiempo relata que todavía se divisa brincar al pez ampolleta sin poder deshacer el conjuro